The Spectator, 23 de Noviembre de 1962
Es improbable que los políticos del mundo estén siguiendo las sesiones conclusivas del Concilio Vaticano [II] con la atenta mirada con que se siguieron las sesiones de apertura en 1869 [del Vaticano I]. Entonces el balance de poder en Europa era precariamente dependiente de la situación de los Estados Papales en Italia; Francia y Austria directamente, Prusia indirectamente y el reino Piamontés particularmente, estaban involucrados en su futuro. Inclusive la protestante Inglaterra estaba atenta. Gladstone tenía sus propias y personales preocupaciones teológicas y se escribía en forma extraoficial con Lord Acton, pero Lord Clarendon, el Ministro de Relaciones Exteriores y la mayor parte del Gabinete estudiaban los despachos de su agente, Odo Russell (posteriormente editados bajo el título de La Cuestión Romana) y le exigían los más mínimos detalles. Manning fue privadamente dispensado de su voto de secreto de tal modo de poder mantener a Russell informado. La reina Victoria reinaba tanto sobre súbditos Católicos como Anglicanos, una parte de los cuales se mostraban en Irlanda más y más problemáticos.
El Concilio, como es bien sabido, fue interrumpido en dramáticas circunstancias que parecían presagiar un desastre. La historia subsiguiente confirmó sus decisiones. La Comuna de París aniquiló el Galicanismo. El Kulturkampf de Bismarck quitó todo apoyo significativo a los disidentes Teutones. Todo lo que Odo Russell había constantemente predicho tuvo lugar, a pesar de los deseos de los Estadistas europeos.
No es de esperar que las sesiones, reanudadas luego del largo receso y dignificadas por el título de Segundo Concilio Vaticano, tengan la misma directa influencia afuera de la Iglesia. Los diarios se han concentrado en frases tomadas de las alocuciones del Papa, sugiriendo que habría un proyecto de unión de la Cristiandad. La mayor parte de los cristianos, basados en las profecías directas de Nuestro Señor, esperan que esto ocurra en algún momento de la historia. Pocos creen que ese momento sea inminente. La aspiración católica es que, cuánto más se manifieste el verdadero carácter de la Iglesia, más se verán compelidos los disidentes a realizar sus sumisión. No hay posibilidad de que la Iglesia modifique sus doctrinas definidas para atraer a aquellos que las rechazan. Las Iglesias Ortodoxas del Oriente, con las cuales las diferencias doctrinales son pequeñas y técnicas, son más hostiles a Roma que los Protestantes. Para ellos, el saqueo y la ocupación de Constantinopla en la primera mitad del siglo trece –un hecho sin demasiado peso histórico en la estimación occidental–, es un recuerdo tan amargo y vivo como la persecución de Hitler a los judíos. Los milagros son posibles, aunque sea presuntuoso esperarlos; sólo un milagro puede reconciliar al Oriente con Roma.
Con las Iglesias Reformadas, entre las cuales la Iglesia de Inglaterra ocupa una posición única, siendo que la mayor parte de sus miembros creen pertenecer a la Iglesia Católica Occidental, las relaciones sociales son más calurosas pero las diferencias intelectuales son agudas. Un siglo atrás los católicos eran todavía vistos como potenciales traidores, ignorantes, supersticiosos y deshonestos pero había una base común de aceptación de la autoridad de la Sagrada Escritura y la ley moral. Actualmente, he visto a clérigos Anglicanos representativos rehusar su asentimiento a dogmas cristianos tan básicos como el Nacimiento virginal y la Resurrección de Nuestro Señor; en el reciente proceso judicial referente a El Amante de Lady Chatterley, dos eminentes teólogos Anglicanos, uno de ellos un obispo, dieron testimonio a favor de la defensa en los términos más imprudentes. Otro dignatario Anglicano ha dado su aprobación al régimen que está intentando extirpar el Cristianismo de China. Otros han opinado que un hombre que se crea amenazado por una muerte dolorosa puede recurrir al suicidio. Aberraciones como estas, antes que diferencias en la interpretación de la teoría agustiniana de la gracia, son las verdaderas piedras de tropiezo en la comprensión mutua.
Es posible que el Concilio anuncie una definición de la communicatio in sacris con miembros de otras comunidades religiosas, hasta ahora prohibida a los Católicos. Algunas diócesis tienen una praxis rigurosa, otras una más laxa. No hay una norma universal, por ejemplo, en lo concerniente a la celebración de matrimonios mixtos. Por otro lado, se dice que algunos sacerdotes franceses, en un exceso de irenismo, cometen la imprudencia, si no el sacrilegio, de administrar la Comunión a los no Católicos, hecho que no puede sino ser reprobado. La cordialidad personal dispensada por el Papa a los Protestantes puede muy bien ser el preludio de un incentivo oficial a la cooperación en actividades sociales y humanitarias lo que podría quitar la aspereza de una condenación de la comunión en los sacramentos.
Es improbable que se plantee la cuestión de la Órdenes Anglicanas, pero vale la pena hacer notar que las condiciones han cambiado desde la condena de su validez.
En ese momento la cuestión fue juzgada desde el punto de vista de la evidencia histórica del establecimiento de la Reforma. Pero desde entonces ha habido contubernios con episcopi vagantes, holandeses, jansenistas, y obispos orientales heterodoxos, con el resultado de que una proporción incalculable de clero Anglicano puede de hecho tener el orden presbiteral. Ellos podrán producir árboles genealógicos apostólicos individuales pero el resultado no tiene mayor interés en comparación con los mucho más numerosos cuerpos protestantes hacia los cuales la paternal benevolencia del Papa igualmente se dirige.
Un católico cree que todo lo que se decrete en el Concilio afectará en última instancia a la entera raza humana, pero que sus propósitos inmediatos son domésticos –la puesta en orden de la casa toscamente perturbada en 1870. Hay muchas cuestiones de gran importancia en lo que respecta a la constitución de la Iglesia que no afectan directamente al laico católico ordinario –la demarcación de las diócesis, la jurisdicción de los obispos, la puesta al día de las prerrogativas de las antiguas órdenes religiosas, los cambios necesarios en los seminarios para volverlos más atractivos y eficientes, la adaptación de los países de misión a su nuevo status nacional, y así siguiendo. Todo esto puede ser puede ser con seguridad dejado en manos de los Padres del Concilio. Pero en la recepción preliminar del proyecto del Concilio en los tres últimos años ha habido una insistente nota acerca de que la “Voz del Laicado” debe ser más claramente escuchada; esa voz, tal como ha sido audible el norte de Europa y en los Estados Unidos, ha sido en su mayor parte la de la minoría que reclama reformas radicales. Me parece posible que muchos de los Padres, cualesquiera que sean sus predicciones, tengan la desagradable sensación de que hay un poderoso cuerpo de laicos urgiéndolos a tomar decisiones, de hecho lejanas del mayoritario, mas silencioso, cuerpo de los fieles.
No hablo en nombre de nadie sino por mí mismo, pero me parece que represento al católico inglés típico. El hecho de que yo haya sido criado en otra sociedad religiosa no me resulta embarazoso en lo más mínimo. He sido católico durante treinta y dos de los que técnicamente llaman mis “años de la razón”; más tiempo, pienso, que muchos de los “progresistas”. Más aún: pienso que una gran proporción de los Católicos Europeos, a pesar de sus bautismos y primeras comuniones, son de hecho “conversos” en el sentido de que el momento de la íntima decisión acerca de aceptar o rechazar las afirmaciones de la Iglesia se les presentó en algún momento de la adolescencia o de la juventud.
Pienso que soy un representante típico de ese estamento medio de la Iglesia, lejano de sus líderes, pero más lejano aún de sus santos; distinto también de los personajes perplejos, desafiantes y desesperados que notoriamente aparecen en la ficción y el teatro contemporáneos. No tomamos casi parte, excepto cuando nuestros intereses personales son avivados, en la vida pública de la Iglesia, en sus innumerables instituciones piadosas y de benevolencia. Afirmamos el Credo, tratamos de observar la ley moral, asistimos a Misa en días de precepto y echamos frecuentemente un vistazo a las traducciones vernáculas del latín, contribuimos al sostenimiento del clero. Raras veces tenemos algún contacto directo con la jerarquía. Afrontamos dificultades para educar a nuestros hijos en la fe. Esperamos morir fortificados por los Sacramentos. En toda época hemos formado el cuerpo principal de ‘los creyentes’, y creemos que fue para nosotros, así como para los santos y los pecadores notorios que la Iglesia fue fundada. ¿Es nuestra voz la que los Padres Conciliares están preocupados por escuchar?
Hay tres cuestiones referidas a su autoridad que a veces suscitan nuestra atención.
Una es la Index de libros prohibidos. Me han dicho que su promulgación depende de la discreción del obispo diocesano. Ignoro si ha sido promulgado en mi diócesis. No es nada fácil conseguir una copia. Cuando uno la encuentra, se topa con algo muy aburrido, en su mayor parte consistente en panfletos y tesis de controversias olvidadas. No incluye la mayor parte de las tesis antropológicas, marxistas y psicológicas que, leídas en forma no crítica pueden poner en peligro la fe y la moral. No incluye, como popularmente se cree, absurdidades como Alicia en el país de las maravillas. Hay algunas pocas obras, como los Ensayos de Addison que uno esperaría encontrar en cualquier hogar respetable y varias de lectura obligatoria en las universidades, pero en general no es un documento conflictivo. La presencia de Sartre en la lista proporciona una excusa conveniente para no leerlo. Pero es una evidente anomalía preservar un acto legal que es generalmente pasado por alto. Pienso que la mayor parte de los laicos estarían contentos si los Padres del Concilio considerasen si el Index tiene algún sentido en el mundo moderno; si no sería mejor dar una advertencia general acerca de las lecturas peligrosas y permitir a los confesores decidir en los casos particulares, mientras se retiene la censura particular sobre libros técnicos de teología que puedan ser tomados por enseñanza ortodoxa.
Una segunda cuestión es la de los procesos de los tribunales eclesiásticos. La mayor parte de los laicos pasan la mayor parte de sus vidas sin verse involucrados con ellos, del mismo modo en que viven sin tener nada que ver con procesos judiciales. Sin embargo los casos de nulidades matrimoniales se están volviendo más comunes, y las grandes demoras resultantes de las congestiones de las cortes y de sus laboriosos métodos causan mucha irritación y frecuentemente gran sufrimiento. El laico no cuestiona la autoridad de la ley o la justicia de las decisiones; simplemente se trata de que cuando él se encuentra en duda, debería conocer en un tiempo razonable su verdadero status legal.
En tercer lugar, sería conveniente conocer los límites de la autoridad personal del obispo sobre el laicado. No se han hecho votos de obediencia. No ocurre en Inglaterra, pero es frecuente en otras partes del mundo ver una proclama ordenando a los fieles “bajo pena de pecado mortal” votar en una elección parlamentaria o abstenerse de ciertos entretenimientos. ¿Tienen realmente nuestros obispos el derecho de lanzar amenazas de condenación eterna de esta manera?
A medida que los meses pasan y el Concilio se ve abocado a su labor principal, es muy probable que la prensa preste menos atención de la que le brindó en su espectacular apertura. Las cuestiones a discutir son materia de especulación para todos los que están afuera del círculo íntimo pero hay un persistente rumor de que se realizarán cambios en la liturgia. Hace poco escuché el sermón de un entusiasta neopresbítero quien habló, probablemente aludiendo a la infeliz frase de MacMillan con relación al África, de un “gran viento” que está a punto de soplar, barriendo las irrelevantes acrecencias de los siglos y que revelará a la Misa en su prístina y apostólica simplicidad. Mientras tanto yo miraba su congregación, compuesta por parroquianos de un pequeño pueblo rural, del cual me considero un miembro típico, y pensaba en cuán poco se correspondían sus aspiraciones con las nuestras.
Ciertamente ninguno de nosotros tenía intenciones de usurpar su púlpito. Hay especulaciones entre teólogos laicos del norte de Europa y de los Estados Unidos. Ciertamente una cantidad de expertos han profundizado en la teología y son libres de expresar sus opiniones pero no conozco ninguno cuyo juicio yo preferiría al del más simple párroco. Las mentes más agudas podrán explorar los problemas verbales más sutiles, pero la verdad está más pronta a aparecer en la larga rutina del seminario y en una vida transcurrida entre los Oficios de la Iglesia. Es digno de mención que en los dos períodos en que los laicos tuvieron la parte más activa en la controversia teológica, aquellos de Pascal y Acton, ellos estuvieron equivocados.
Menos todavía aspiramos a usurpar su lugar en el altar. “El sacerdocio de los fieles” es una engañosa frase de esta década, abominable para todos aquellos que nos la hemos topado. No pretendemos ninguna igualdad con nuestros sacerdotes cuyos defectos personales y miserias (cuando existen) sirven sólo para enfatizar el misterio de su llamado único. Cualquier cosa en lo que respecta a indumentaria o maneras o hábitos sociales que tienda a camuflar dicho misterio es algo que nos aleja de las fuentes de la devoción. El fracaso de los “sacerdotes obreros franceses” todavía está fresco en nuestra memoria. Un hombre que envidia de otro una posición más alta y especial está muy lejos de ser un cristiano.
Mientras la Misa continuaba de la manera habitual me pregunté cuántos de nosotros deseábamos ver algún cambio. La Iglesia era más bien oscura. El sacerdote se encontraba bastante lejos. Su voz no era clara y el lenguaje que utilizaba no era el de todos los días. Ésta era Misa por cuya restauración los mártires Isabelinos habían ido al cadalso. San Agustín, Santo Tomás Becket, Santo Tomás Moro, Challoner y Newman hubiesen estado a gusto entre nosotros; de hecho, estaban presentes entre nosotros. Posiblemente pocos de nosotros lo estuviésemos conscientemente considerando, pero su presencia y la de todos los santos nos sustentaba silenciosamente. Su presencia no hubiese sido más palpable si hubiésemos hecho las respuestas en voz alta al modo moderno.
Creo que no es por una mera confusión etimológica que la mayoría de los anglo-parlantes creemos que ‘venerable’ significa ‘viejo’. Hay en el corazón humano una conexión profunda entre adoración y edad. Pero la nueva moda se inclina por algo brillante, estentóreo y práctico. Ha sido establecida por una extraña alianza entre los arqueólogos absorbidos en sus especulaciones acerca de los ritos del siglo segundo, y los modernistas que desean dar a la Iglesia el carácter de nuestra deplorable época. Combinando ambas cosas, se llaman a sí mismos “liturgistas”.
El difunto dominico francés Couturier, estaba siempre pronto a solicitar los servicios de los ateos para diseñar ayudas para la devoción; el resultado es que las iglesias que él inspiró son más frecuentadas por turistas que por creyentes. En Vence hay una famosa pequeña capilla diseñada por Matisse en su vejez. Siempre está llena de turistas y las religiosas que la atienden están orgullosas de ella. Pero las estaciones del Via Crucis, garabateadas en una única pared están de tal modo dispuestas que es apenas posible rezar el ejercicio tradicional delante de él. Las hermanas a cargo tratan de evitar que los visitantes parloteen, pero de hecho no hay nadie a quien molestar; en las ocasiones en que he estado allí no he visto a nadie rezando, como uno frecuentemente encuentra en simples iglesias decoradas con yeso y oropel.
La nueva catedral Católica en Liverpool es de planta circular. La concurrencia debe ubicarse en gradas como si fuera un quirófano abierto al público. Si levantan los ojos se miran unos a otros. Las espaldas son frecuentemente distractivas; las caras lo son más. La intención es ubicar a todos lo más cerca posible del altar. Me pregunto si el arquitecto ha estudiado el modo en que la gente se ubica en una misa parroquial normal. En todas las iglesias que conozco, los primeros bancos son los últimos en completarse.
En los últimos años hemos experimentado el triunfo de los “liturgistas” en la reforma de la Semana Santa. Durante siglos estos ritos han sido enriquecidos por devociones muy caras a los fieles –la anticipación del oficio matutino de Tinieblas, la vigilia en el Altar del Monumento, la Misa de Presantificados. No se trata de cómo los cristianos del siglo segundo celebraban la Pascua. Se trata del crecimiento orgánico de las necesidades del pueblo. No todos los Católicos podían asistir a todos los oficios, pero cientos lo hacían, yéndose a vivir a o cerca de casas monásticas y realizando un retiro anual que comenzaba con el Oficio de Tinieblas en la tarde del Miércoles Santo y culminaba cerca del mediodía del Sábado Santo con la Misa Pascual anticipada. Durante estos tres días el tiempo estaba convenientemente distribuido entre los ritos de la Iglesia y las predicaciones del sacerdote a cargo del retiro, con pocas ocasiones para las distracciones. Ahora nada ocurre antes de la tarde del Jueves Santo. Toda la mañana del Viernes Santo está vacía. Hay una hora aproximadamente en la iglesia el Viernes por la tarde. Todo el Sábado está en blanco hasta la noche tarde. La Misa Pascual es cantada a la medianoche ante una cansada feligresía que es obligada a “renovar sus votos bautismales” en lengua vernácula para luego irse a la cama. El significado de la Pascua como una fiesta de la aurora ha sido olvidado, como lo ha sido el de la Navidad como Nochebuena. He notado en el monasterio que frecuento una marcada caída en el número de ejercitantes desde las innovaciones, o como los liturgistas preferirían llamarlas, restauraciones. Puede muy bien ser que estos servicios se encuentren más próximos a las prácticas de la primitiva Cristiandad, pero la Iglesia disfruta del desarrollo del dogma; ¿por qué no se le concede entonces el desarrollo de la liturgia?
Hay un partido dentro de la jerarquía que desea realizar superficiales pero sorprendentes cambios en la Misa para hacerla más ampliamente inteligible. La naturaleza de la Misa es tan profundamente misteriosa que los más agudos y santos hombres están continuamente descubriendo ulteriores matices de significación. No es una peculiaridad de la Iglesia Romana que mucho de lo que ocurre en el altar es en diversos grados oscuro a la mayor parte de los creyentes. Es de hecho, la marca de todas las Iglesias históricas apostólicas. En algunas la liturgia se celebra en una lengua muerta como el Ge’ez o el Siríaco; en otras en griego Bizantino o Paleoeslavo, que difieren mucho de la lengua hablada comúnmente.
La cuestión del uso de la lengua vernácula ha sido debatida hasta que realmente no queda nada nuevo por decir. En diócesis como por ejemplo algunas de Asia y África donde se hablan media docena o más de lenguas diferentes, la traducción es casi imposible. Aún en Inglaterra y los Estados Unidos donde en gran medida el mismo idioma es hablado por todos, las dificultades son enormes. Hay coloquialismos que, aunque suficientemente inteligibles, de hecho son bárbaros y absurdos. El idioma vernáculo puede ser ya preciso y prosaico, en cuyo caso adquiere el pomposo estilo de un funcionario burocrático, o bien poético y eufónico, en cuyo caso tiende al arcaísmo y se vuelve menos inteligible. La versión King James de la Biblia no fue escrita en la lengua corrientemente hablada en la época, sino en la de un siglo antes. Mons. Ronald Knox, un maestro de la lengua, intentó plasmar en su traducción de la Vulgata un “inglés atemporal”, mas su realización no ha sido universalmente bien recibida. Pienso que es altamente dudoso que el feligrés medio necesite o desee tener comprensión intelectual y verbal completa de todo lo que se dice. Simplemente concurre a la liturgia a adorar, con frecuencia en forma silenciosa y efectiva. En la mayor parte de las Iglesias históricas el acto de la consagración tiene lugar detrás de cortinas o puertas. La idea de apiñarse en torno del sacerdote y observar todo lo que hace les es completamente extraña. No puede ser una pura coincidencia que cuerpos tan independientes unos de otros se hayan desarrollado del mismo modo. El temor reverencial es la predisposición natural para la oración. Cuando los teólogos jóvenes hablan de la Sagrada Comunión como de una ‘comida social’, hallan poca respuesta en los corazones y en las mentes de sus menos refinados hermanos.
No hay dudas de que existen ciertas mentes clericales a las cuales el comportamiento de los laicos en la Misa les parece chocantemente anárquico. Nos reunimos obedeciendo a la ley de la Iglesia. Los sacerdotes desempeñan su función en exacta conformidad con la regla. Pero nosotros, ¿qué hacemos? Algunos estamos siguiendo el misal, pasando exactamente las páginas buscando introitos y colectas extra, diciendo silenciosamente todo lo que los liturgistas quisieran que dijésemos en voz alta y al unísono. Otros están rezando el Rosario. Algunos están luchando con niños inquietos. Otros están arrobados en oración. Algunos están pensando en cualquier cosa hasta que reciben el llamado de atención de la campanilla. No hay uniformidad aparente. Sólo en el Cielo seremos reconocibles como el cuerpo unido que somos. Es fácil ver por qué algunos clérigos quisieran que mostrásemos más conciencia unos de otros, más evidencia de estar tomando parte en una ‘actividad grupal social’. Idealmente tienen razón pero ello significa presuponer una vida espiritual privada mucho más profunda de la que la mayor parte de nosotros ha alcanzado.
Si nos apartáramos de largas horas de meditación y oración solitaria, como los monjes y las monjas, para una ocasional incursión de solidaridad social en la recitación pública del oficio, estaríamos sin duda realizando la plena vida cristiana a la que estamos llamados. Pero ese no es el caso. La mayor parte de nosotros, creo, realizamos nuestras oraciones matutinas y vespertinas en forma maquinal y abreviada. El tiempo que pasamos en la Iglesia –más bien poco, es el que separamos para renovar a nuestra modo nuestros negligentes contactos con Dios. No es como debería ser, pero es, pienso, como ha sido siempre para la mayor parte de nosotros, y la Iglesia, sabia y caritativamente, siempre ha cuidado de los de segunda clase. Si la Misa es cambiada de tal modo de enfatizar su carácter social, muchas almas se encontrarán alejadas de su verdadera meta. El peligro es que los Padres Conciliares, en razón de su profunda piedad personal y porque han sido llevados a pensar que hay un fuerte deseo de cambio por parte del laicado, aconsejen cambios que se revelarán frustrantes para los menos piadosos y menos elocuentes.
Podrá parecer absurdo hablar de “peligros” en el Concilio cuando todos los católicos creen que todo lo que se decida en el Vaticano será la voluntad de Dios. Mas pertenece a la naturaleza sacramental de la Iglesia el que los fines sobrenaturales se alcancen por medios humanos. La interrelación entre lo espiritual y lo material es la esencia de la Encarnación. Usando una comparación inferior, la “inspiración” de un artista no es un proceso de aceptación pasiva de un dictado. Abocado a su trabajo, realiza falsas partidas y se ve forzado a comenzar de nuevo; se ve impelido en cierta dirección, y la sigue alegremente hasta que toma conciencia de que se ha alejado de su verdadero curso; nuevos descubrimientos vienen a su mente mientras está luchando con otro problema; de ese modo, por ensayo y error, es consumada una obra de arte. Lo mismo pasa con las decisiones inspiradas de la Iglesia. No son reveladas por una súbita y clara voz proveniente del Cielo. Los argumentos humanos son los medios por medio de los cuales la verdad eventualmente emerge. No es para nada impertinente susurrar otro argumento humano en medio de las elevadas deliberaciones.